jueves, 4 de marzo de 2010

La Columna Trajana no es para tanto.

Desde que uno se adentra en el mundo de la tipografía y del diseño de alfabetos, siempre ha tenido como referente flotante la inscripción de la Columna Trajana (114 a.c.) como el modelo a seguir para las mayúsculas llamadas romanas, y no ha sabido muy bien por qué. Incluso un viaje a la sede original de tan mítica inscripción no ha hecho sino acrecentar las dudas.

Reviso todos mis libros, desde los comunes a los raros, en los que haya referencias a los orígenes de la tipografía, la escritura e incluso del alfabeto occidental, y en todos vuelvo a encontrar esa mención continua a unos modelos que dicen son los mejores en los que se basan las letras de caja alta romanas y que «de hecho pueden considerarse como las formas básicas de la rotulación europea occidental» [Goudy, 1918], por lo que constituyen «la referencia a seguir y el modelo de equilibrio» [Blanchard, 1979].

En cualquier caso, está claro que la tipografía latina tiene dos padres fundadores, claramente definidos: el francés Nicolas Jenson y el italiano Aldo Manuzio, que aprendió en el taller del primero. Los diseños tipográficos de ambos se basaron en las escrituras humanistas de aquel incipiente Renacimiento italiano así como en las inscripciones romanas de la época imperial, completando de esta manera el círculo de la referencialidad latina clásica.

Pero los modelos caligráficos humanistas son muy anteriores a la aparición de la imprenta, pues en Italia se desarrolla en el entorno la escuela de juristas de la Universidad Bolonia para la transcripción de textos legales, evolución a su vez de la gótica de suma que era la común en Italia, Francia y España a principios del siglo XV y muy distinta de las góticas no latinas.

Con todo esto, no me cuadra que el modelo fuese único, dada la variedad de modelos epigráficos que, sólo en el entorno del Foro romano, se pueden encontrar. No consigo explicarme por qué se toma una sola inscripción, de un tipo muy concreto, de una época determinada y de unas características muy específicas como modelo único para la construcción renacentista de la tipografía capitular latina de la época.

Quizás sea porque aquel Humanismo renacentista surge desde un pensamiento escolástico y analítico en el que toda idea y discurso deben ser sometidos a una minuciosa desmembración para obtener de esta manera las unidades que forman el todo, lo que tendía por tanto a buscar el modelo único y perfecto, no un conjunto de referencias múltiple con características comunes.

Quizás sea porque el racionalismo ilustrado necesitó restringir las formas a una sola y arquetípica, reduciéndola a las que se ceñían a su descripción matemática y descartando todas las demás como no canónicas.

Quizás sea porque una copia casi completa de la columna —incluida la base con su inscripción— y realizada en yeso a partir de la original, se expone desde finales del siglo XIX en la sala de moldes del Victoria & Albert Museum de Londres, unido a que la mayoría de referencias en el estudio de la historia de la escritura y la tipografía a las que hasta hace bien poco teníamos acceso eran casi exclusivamente anglosajonas.

Quizás sea porque la inscripción susodicha tiene una perfecta orientación sureste, con lo que el sol de mediodía incide en el mejor de los ángulos posibles para generar ese efecto en el que «el tallado en V juega con el sol, y la sombra generada da a la letra esta vida tan difícil de aprehender» [Blanchard, 1979]. De esta forma, los caracteres lapidarios estaban dibujados [tallados] para corregir ese efecto de la luz y potenciar así los trazos verticales reduciendo los horizontales [René Ponot, en DD.AA., 1982], con lo que el atractivo extrínseco de sus figuraciones convertían a esas letras en concreto en las más hermosas a los ojos de los estetas tipográficos.

Sin embargo, los dibujos obtenidos de la inscripción no contemplan este juego de la luz, sino que se ciernen al dibujo exterior, a las contraformas de las letras, sentando así una de las grandes contradicciones de interpretación, algo que pone en evidencia el propio Blanchard cuando menciona las modelizaciones neoplatónicas de Felice Feliciano (1463), Damiano de Myollis (1483) o el mismísimo Luca Pacioli (1497). Si a esto le sumamos las inspiraciones de Geoffroy Tory (1529) o del propio Goudy (1918), entre otros, la ensalada mitológica está servida.

No creo, por lo tanto, que haya una sola explicación a esta elección de referencia única, sino muchas de las que aquí expongo y otras tantas que, a buen seguro, me quedan por analizar. El caso es que la diversidad lapidaria que en un distraído paseo le asalta a uno en las míticas ruinas romanas desmonta cualquier idea preconcebida y le devuelven la esperanza hacia un futuro ya presente de la tipografía latina en la que el conjunto no es uniforme ni basado en un modelo único —impuesto por las autoridades académicas o de otro tipo—, sino un universo latino en el que el esqueleto común es reconocible en una cultura compartida y cuya piel es enorme y felizmente variada.



Bibliografía mencionada:
• Blanchard, Gérard; Pour une Sémiologie de la Typographie. Rémy Magermans, Ardenne, 1979.
• DD.AA.; De plomb, d'encre et de lumière, essai sur la typographie et la communication écrite. Centre d'étude et de recherche typographiques, Imprimerie nationale, París, 1982.
• Goudy, Frederic William; El alfabeto y los Principios de rotulación. ACK Publish, Madrid, 1992 [1918, 1943].